ACERCA DE LAS LUCHAS RECIENTES. Conflictividad difusa y fuerza de trabajo flexible
Ekintza Zuzena. Número 35.
Dossier: Paz social (III) Parte I Parte II Parte IV Parte V
Las reivindicaciones que acompañan a la reestructuración de los años 80 aparecen cada vez más a la defensiva. La reestructuración/reconversión limita la capacidad de intervención de los trabajadores sobre el proceso de acumulación, en al medida que los conflictos se dan fundamentalmente en sectores «obsoletos», por lo que la estrategia obrera se encamina a la consecución de la máxima indemnización ante el cierre de empresas o despidos colectivos.
Sin embargo, con la creciente especialización en el sector terciario de las economías capitalistas desarrolladas y la imposibilidad además, de deslocalizar muchos de los servicios -lo que lleva a la sobreexplotación del trabajo, con una especial incidencia en la mano de obra inmigrada y en la autóctona menos cualificada (precarización)- replantea la cuestión de la defensa de los intereses de los asalariados en una nueva situación que supera las posibilidades de la forma sindical heredada del pasado. En este sentido, no hay que confundir acción sindical con acción reivindicativa de la clase asalariada.
Con todo, el debilitamiento de la posición de la fuerza de trabajo (precarizada) dentro del proceso de producción o de prestación de servicios (falta de garantías, impunidad represiva patronal, arbitrariedades, acosos, etc.) hay que ponerlo en su nueva dimensión ya que, por otra parte, da una posición de fuerza en la sociedad terciarizada a los asalariados, en función de su actividad. Lo hemos visto en los servicios de limpieza, por ejemplo, en las empresas de la cadena de subcontratación del automóvil, en las huelgas de transportistas del sector de distribución, que ponen de manifiesto, entre otras, una forma de proletarización encubierta (autónomos).
El debilitamiento relativo también supone que «menos puedan más». Por eso, más que repetir el lugar común de la derrota de la clase obrera, se trataría de abordar las experiencias de organización del trabajo y de la conflictividad que la acompaña en estos últimos años [1]. Un pequeño colectivo de trabajadores puede ocasionar el paro en cadena del aprovisionamiento de la cadena del automóvil o en el transporte de mercancías y viajeros, lo que adopta la expresión de una especie de neocorporativismo. Sin embargo, son nuevos puntos de fuerza para una nueva estrategia de lucha (buscar el momento oportuno y el lugar oportuno) en el marco de la relación asalariada. Hay que tener en cuenta, además, que automatización de procesos y desplazamiento de actividades (deslocalizaciones) inducen a un excedente de la fuerza de trabajo en los países capitalistas desarrollados, de manera que la reivindicación del puesto de trabajo deja de “tener sentido”, como ocurre en los conflictos ocasionados por los cierres de empresas. Por eso, lo que podríamos denominar nuevas reivindicaciones de subsistencia de la población proletarizada apuntan fuera de la fábrica (del taller u oficina), es decir, un nuevo tipo de exigencias que garanticen las condiciones materiales de vida en un contexto social caracterizado por el excedente de fuerza de trabajo y las dificultades existentes para extender la mediación asalariada. En cierto modo, el capital (la relación social capitalista) realiza a su manera la abolición del trabajo. Esa aparente paradoja se materializa en la contradicción social entre las necesidades del capital y las necesidades materiales de la población proletarizada que resulta superflua, improductiva en el proceso de la acumulación de capital. Es esta una de las líneas de reflexión -y, sobre todo, de intervención- que permiten ir más allá del sindicalismo.
Ahora bien, la fragmentación de clase, inducida por la nueva organización del trabajo, hace aparecer una multiplicidad de intereses fraccionados y alianzas entre categorías asalariadas y capital contra otras (consenso productivo de sindicatos y algunas fracciones de la clase trabajadora con el capital en detrimento de otras como jóvenes, mujeres, desempleados, etc.). La capacidad de negociación depende de la posición que se ocupa y la función que se desempeña en la cadena de la acumulación de capital, tanto a escala individual, como colectiva, de ahí el carácter corporativo que adquieren los conflictos en las dos últimas décadas. Un neocorporativismo que emana de la reorganización general del trabajo y de la acumulación de capital y que «privilegia» unas funciones sobre otras, unas capas de trabajadores sobre otras, de acuerdo con su inserción en el proceso de general de acumulación de capital. El grado de fuerza y de presión para forzar acuerdos sobre el capital (o, en un plano más concreto, en la empresa) que tenga una actividad concreta dependerá del lugar que ocupe en el proceso de acumulación, del grado de criticidad de su actividad y del impacto sobre el proceso de reproducción social.
Si en la fase álgida del fordismo el epicentro de la conflictividad laboral y de clase giraba en torno al proletariado de las grandes concentraciones industriales, en la actual fase de fordismo disperso, los puntos críticos de la conflictividad se localizan en los segmentos proletarizados de la producción dispersa (cadena de subcontratación), el transporte y la logística. Los conflictos de estas dos últimas décadas son indicativos de esta realidad cambiante, que viene a dar a relativamente un pequeño número de trabajadores la posibilidad de colapsar el proceso de producción de bienes y servicios dispersos en el territorio. Sabotajes en las telecomunicaciones que paralizaron la Bolsa, huelgas de transportistas («autónomos», proletarización y sobreexplotación) que ocasionan desabastecimiento de fábricas (paralización de fábricas de automóviles) y de distribución (consumo), transporte de personas (huelgas de transportes urbanos, aeropuertos), como incluso actividades de «escaso valor añadido», como el servicio de limpieza que pueden llevar a colapsar ciudades, aeropuertos, etc. Se vive ya en una especie de reestructuración prolongada o permanente, (la globalización sin fin). En este contexto, el sindicalismo se encuentra desarmado, pues aunque haya interiorizado la lógica economicista del capital, la racionalidad de la economía del mercado que subyace a la negociación de los convenios colectivos, la reestructuración capitalista ha dado un paso más allá de los términos en que se representaba la negociación en la fase de agregación fordista. Ahora ya no se trata sólo de productividad, eje vertebrador de la estrategia de negociación sindical, sino de competitividad.
El sindicalismo tradicional incide sobre la productividad, factor clave de la fase capitalista nacional; pero con la extensión territorial de los procesos productivos, la internacionalización efectiva del capital mediante la producción transnacional de mercancías, la noción de competitividad se convierte en la categoría relevante, que va van más allá de la planta de producción. Una planta de fabricación puede tener cotas de productividad altas, más incluso que las de otra zona o país a donde se desplaza la producción, pero puede ser menos competitiva. Competitividad apunta a otros factores (logística, infraestructuras, proximidad al mercado, ventajas fiscales y financieras, demanda creciente, etc.) que apuntan al ciclo integral del negocio, a los costes integrales de la producción y comercialización de los productos y no simplemente a los costes de producción.
Por otro lado, la batalla ideológica, en paralelo a la lucha por doblegar los movimientos reivindicativos, pasa por la criminalización de las formas de respuesta de los trabajadores que se salen de las pautas establecidas (restricción derecho huelga, servicios mínimos abusivos, etc.) y tergiversación desde los media, así como ocultación de prácticas ejemplares y de victorias circunstanciales de la población asalariada. Crear una conciencia derrotista, de impotencia, de que nada se puede hacer, de que todo está controlado, etc., son tópicos que sólo sirven de autojustificación a la claudicación. Por ejemplo, los conflictos se abordan en la prensa, incluida la alternativa, en el momento de su irrupción pero rara vez se hace el seguimiento del mismo hasta el final y se sacan las conclusiones. Por lo demás, es más fácil echar mano del lugar común de la derrota de la clase obrera que intentar definir los términos de esa derrota y comprender sus implicaciones a la luz del ciclo de conflictividad en torno a la condición asalariada y de la acumulación de capital en las últimas décadas. Es en ese contexto el que se pueden evaluar experiencias e intentos de agregación fuera del puesto de trabajo (asambleas de parados, búsqueda de formas de vida «alternativas», etc.) que presentan unos rasgos de intervención -reivindicativos o no- de acuerdo con las condiciones reales de expropiación/exclusión de la población proletarizada no asalariada.
La violencia estructural que provoca la desregulación ininterrumpida de las relaciones capital/trabajo induce formas de respuesta igualmente «violentas» por parte de los trabajadores. Desregulación quiere decir un estrechamiento de los márgenes de negociación, cada vez es menos posible mantener la ficción negociadora del pacto social fordista. En este sentido, las relaciones laborales reflejan el autoritarismo del capital que, en un plano más general, se da en el resto de relaciones dentro de la sociedad. Es así como se repiten, frente a las agresiones del capital, acciones de respuesta por parte de los trabajadores que exceden el marco de la práctica sindical (ocupaciones con retención de directivos empresariales, sabotajes, etc.), es decir, prácticas de acción directa y autoorganización a pequeña escala en conflictos puntuales. Un ejemplo de esa violencia reactiva de los trabajadores -aunque no el único, desde luego-, pero que trascendió a la prensa internacional por su espectacularidad, fue la que se puso de manifiesto en el conflicto de la fábrica Cellatex (norte de Francia) el verano del año 2000, donde los trabajadores amenazaron con abrir los depósitos de almacenamiento de productos tóxicos y envenenar el río Mosela, lo que provocó la declaración por parte del gobierno de Mitterrand del estado de crisis y la apertura de una negociación de urgencia [2]. Más allá de la desesperación o impotencia que puedan expresar este tipo de acciones, las expresiones de acción directa en los conflictos se van generalizando, precisamente, como consecuencia de la segmentación y atomización de las actividades y de la fuerza de trabajo y de la inadecuación práctica del sindicalismo tradicional para encuadrarlo. Así, por ejemplo, más recientemente, entre los trabajadores hispanos de Nueva York, inmigrantes sin papeles sobre los que se ejercen todo tipo de abusos (el más corriente, no pagar el salario convenido), se han ido desarrollando prácticas de solidaridad, junto con asalariados autóctonos «legales», en las que un grupo de cincuenta o sesenta personas irrumpe en la oficina de los nuevos esclavistas y exigen el pago de los salarios atrasados [3]
Como quiera que sea, dentro del marco de las relaciones estrictamente salariales, existen experiencias dispersas, limitadas, dentro de lo que podríamos denominar un sindicalismo de base de baja intensidad en el que se buscan prácticas de solidaridad entre segmentos de la población asalariada en actividades emergentes y, particularmente en servicios, que no pueden ser deslocalizadas. Un caso ejemplar, lo tenemos en la formación espontánea y abierta de comités para apoyar la lucha de quienes se enfrentan a sus patronos en condiciones especialmente desventajosas (mujeres inmigrantes, jóvenes con contratos basura, «sin papeles», etc.), formados por gente no directamente implicada en el conflicto, pero que puede contribuir a aumentar la presión ejercida por los propios empleados (bloqueos de restaurantes, ocupaciones tácticas de hoteles, etc.) [4]
No hay en la conflictividad actual lo que podríamos decir un horizonte de transformación social parangonable al discurso de la clase obrera revolucionaria, pero eso no quiere decir que la lucha de clases haya sido superada. En los países capitalistas desarrollados estamos en el proceso de la descomposición/transformación de una forma de expresión de la humanidad proletarizada, la de la clase obrera industrial que, en buena medida se desarrolla en los países emergentes. Asistimos a una extensión de la proletarización dentro de la sociedad de servicios, donde la jerarquización de los mismos establece nuevas categorías o estatus social a las diferentes fracciones de la población asalariada. El debilitamiento de la posición del trabajo frente al capital ha puesto en evidencia, asimismo, las limitaciones de la oposición formal -ideológica- de clase que se representaba en el pacto social. La supresión de las condiciones que hacían posible el pacto por medio de la reorganización general de las actividades económicas (reestructuración) ha supuesto, junto con la disgregación social de la clase obrera industrial, la disgregación ideológica que hacía concebible una eventual emancipación por medio de la autogestión o el control obrero. Ahora, por el contrario, los términos en que se pone la relación capital/trabajo es de otro orden: a medida que se extiende la exigencia de someterse a la condición asalariada las propias condiciones de la acumulación de capital hacen que las empresas, en la búsqueda de maximizar sus beneficios, reduzcan la proporción de su fuerza de trabajo. Esta contradicción, inherente a la relación social que denominamos capital, adquiere una nueva dimensión en la actualidad y apunta los límites de la reducción de la condición humana a la condición asalariada. De hecho, los conflictos actuales, en el marco de la reestructuración permanente, se hacen expresión de la sumisión ideológica del trabajo al capital, al mismo tiempo que apuntan la necesidad de dimensionar las reivindicaciones más allá de la esfera laboral/sindical, pues exigir el derecho a trabajar es inútil, cuando lo que está en la raíz del conflicto es, precisamente, la superfluidad del trabajo (cierre y desplazamiento de la empresa, reducción de plantilla, etc.).
Sin embargo, lo que está en juego son los intereses del capital (o de una empresa concreta) frente a la supervivencia de la mercancía trabajo que se encarna en el sujeto trabajador. En la dinámica de la negociación sindical por arrancar mayores indemnizaciones está implícita esa contradicción que, a pesar de todo, sigue expresándose en términos obsoletos de «derecho al trabajo», cuando de lo que se trata, en realidad, es de la supervivencia de hombres y mujeres, y no simplemente de su perpetuación como sujeto asalariado. Es así como puede decirse que la abolición del trabajo la realiza de forma mistificada, como no puede ser de otro modo, el capital. A pesar de todo, la reivindicación sindical sigue girando en torno a la ficción ideológica de un puesto de trabajo, de una voluntad de sumisión a la condición asalariada en unas condiciones que la propia dinámica del capital rechaza. Es decir, como ocurre con el resto de mercancías, en los países capitalistas desarrollados existe una sobreproducción de la mercancía fuerza de trabajo que, en sí misma entraña una problemática que excede el marco del sindicalismo clásico.
La resolución de esta aparente paradoja es una cuestión práctica, dada la necesidad de hacer frente a las condiciones de explotación de la fuerza de trabajo o, dicho de otro modo, de luchar por unas determinadas condiciones de existencia permanentemente amenazadas por las «necesidades» de la acumulación de capital. Ahora bien, enfrentar esa situación bajo la óptica sindical, significa hacerlo desde la ideología del mercado y sus categorías (IPC, productividad, competitividad, rentabilidad, nivel de vida, etc.), plegarse formalmente a la dominación ideológica del capital y de sus formas de representación (comités de empresa, legalidad, sistemas de representación piramidal, autolimitaciones en la intervención obrera, etc.). Pero no es esa solamente la tradición del movimiento obrero; existe otra que, al menos formalmente, apunta hacia la superación de las limitaciones del sindicalismo, por medio de la afirmación autónoma de los trabajadores que ponen en práctica sus propios mecanismos y dinámicas de negociación que, como en las huelgas autónomas de los años 70, no atendían a las categorías de la economía política a la hora de plantear sus reivindicaciones, sino a lo que entendían sus necesidades expresadas por sus propios medios de organización y representación. Esa línea de autonomización es la que sigue presente en muchos de los conflictos actuales, aunque de forma fragmentaria y en condiciones menos favorables que las de hace tres décadas. Desde luego, nadie está en condiciones de avanzar alternativa alguna, el tiempo de las recetas para la lucha de clases parece felizmente superado; pero de lo que no cabe duda es que si alguna hay [5], en el plano de la lucha por la supervivencia cotidiana de la población asalariada, habrá de ir en ese sentido.
Corsino Vela
[1] En el actual contexto de la acumulación de capital a escala mundial, la distorsión que provoca una eventual interrupción en cualquiera de las fases del proceso tiene un efecto desencadenante sobre el conjunto del sistema. De ahí la necesidad de poner coto a la acción reivindicativa en tanto elemento desestabilizador del proceso de negocio. Además, en el mercado abierto y mundializado se asiste un progresivo acortamiento del ciclo de negocio de las empresas. Así, la extensión e intensificación de la competencia, la producción flexible y la capacidad de respuesta a las circunstancias cambiantes del mercado exige condiciones de seguridad y fiabilidad productiva que conjuren cualquier circunstancia imprevista (paz social). Todo ello, revela, en fin, una creciente fragilidad del sistema de reproducción del capital, que se vuelve más vulnerable, porque cada vez depende en mayor medida de factores como el tiempo y la coordinación de funciones a lo largo de la cadena logística. De ahí que la subcontratación de actividades, que afecta tanto al sector industrial, como al de servicios, y la extensión a escala mundial de los procesos de producción (deslocalización), configura un mapa de la acumulación del capital que renueva los focos de la conflictividad a lo largo de la cadena productiva de bienes y servicios mundializada.
[2] Ver Échanges et Mouvement, nº 94,95 y 96
[3] Esta práctica ha sido recogida en la muy recomendable película «La Ciudad/The City», de David Ryker.
[4] En este sentido, es ilustrativa la experiencia del colectivo de solidaridad de París que, fluctuante en número de componentes, desde hace siete años apoya luchas espontáneas en los sectores más precarizados. Ver la revista La Question Sociale (www.laquestionsociale.org). También, en el mismo site, el video Remue-ménage dans la sous-traitance, sobre una lucha llevada a cabo en el servicio de limpieza de la cadena de Hoteles Accor. Existe una versión en castellano: El servicio de limpieza patas arriba.
[5] Con ello no se está insinuando que la conflictividad salarial (en torno a las condiciones inmediatas de vida) agote en sí misma la conflictividad de la sociedad capitalista. Las implicaciones de la dominación real, y total, del capital en todos los órdenes de la existencia humana no excluye, antes al contrario, a juzgar por las evidencias, que la evolución de las relaciones sociales capitalistas no comporte la aniquilación de la humanidad. Pero esta es una cuestión -bien apremiante, por lo demás- que supera, precisamente, el ámbito de este artículo.
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