Entre la movilización y la paz social subvencionada (Indicaciones acerca de la situación social en el Estado Español)
El proceso de desactivación del movimiento de contestación social se inserta en el proceso general de desactivación de la conflictividad social que se aprecia en los diferentes países de la Unión Europea. Una desactivación que, si bien se hace ostensible en el plano general de la movilización y contestación al sistema capitalista, tiene su reverso en la proliferación de formas perversas de conflictividad de baja intensidad (violencia contra inmigrantes, contra las mujeres, intensificación del chantaje y presión psíquica y física en el lugar de trabajo, etc.) que marcan la senda de un proceso general de descomposición de expresiones sociales heredadas del ciclo de luchas del pasado reciente, mientras abren paso a una reorganización de la sociedad sobre las bases de un nuevo autoritarismo: el totalitarismo democrático.
De este modo, mediante la invocación reiterada de una categoría vaciada de contenido, la democracia, se da pábulo a una especie de estado neocorporativo en el que la colusión de intereses entre las instancias gestoras de la representación social y económica (corporaciones empresariales, partidos, sindicatos, ONGs y demás asociaciones de la denominada sociedad civil) legitima y ampara prácticamente la expropiación de los bienes colectivos (agua, territorio/espacio público), así como la explotación y exclusión de las facciones de la población asalariada con menos capacidad de defensa de sus intereses (inmigrantes, mujeres, jóvenes, ancianos, etc., que constituyen precisamente los segmentos de la población asalariada menos competitivos).
Con este trasfondo, que marca en igual medida la ruina cultural de la izquierda histórica (socialdemocrática y leninista), se ha dado rienda suelta a la imaginación discursiva postmoderna, donde la práctica del lenguaje y el gusto por el neologismo han tomado el lugar del lenguaje de la práctica, toda vez que ésta, sepultada en el proceso de transformación impulsado por la acumulación intensiva de capital de las dos últimas décadas, ha sido relegada a mera expresión formal, simbólica, lingüística, ideológica, en fin, del antagonismo. Con ello, la producción de un discurso antagonista vendría a llenar el hueco dejado por la casi total ausencia de una práctica social antagonista. Así, mientras avanza el proceso de socavamiento de las condiciones de vida (precarización), la mayor parte de la población limita su contestación a la muestra de un malestar que encuentra su satisfacción en el recambio de las figuras en el sistema de representación política. Por otra parte, la imparable devaluación intelectual de la izquierda lleva a definir como movimientos sociales la mera agregación de diferentes segmentos de opinión. Del mismo modo que confundir sindicalismo con movimiento obrero es un error interesado de ciertas formas ideologizadas de la izquierda tradicional, es un abuso de lenguaje identificar como movimientos sociales las movilizaciones de simples corrientes de opinión (contrarias a la guerra, por ejemplo). Si algún significado tiene todavía el concepto de movimiento social será en relación con su dimensión y contenido, en la medida que por su relevancia pone en entredicho la relación social existente y se hace expresión tendencial de la superación práctica de esas relaciones sociales.
La paradoja que representaron grandes movilizaciones (Nunca Mais, No a la Guerra, 11-M, etc.) y la impotencia de las multitudes remite a la creciente disparidad entre la autonomización formal y la sumisión real de la política respecto de las exigencias de la acumulación de capital. Se hace «la política que se puede hacer», como no paran de repetirnos los profesionales de la representación política o, lo que viene a ser lo mismo, se hace lo que se puede para mantener el equilibrio entre los movimientos espasmódicos del capital y sus consecuencias sociales inmediatas, y el mantenimiento de la estabilidad social necesaria para proseguir el proceso de acumulación.
Indagar en los mecanismos que hacen posible esa aparente supresión del antagonismo en la fase totalitarista democrática, discernir si nos encontramos ante la superación/supresión real del antagonismo social inherente a la condición asalariada o, por el contrario, si se trata de su encubrimiento de acuerdo con las condiciones de la fase actual de acumulación de capital, es algo que se pretende avanzar en las páginas que siguen. Y, sobre todo, abordar los mecanismos de articulación social del Estado neocorporativo del totalitarismo democrático para poner en evidencia, al menos, algunas de sus limitaciones prácticas. Si no queremos renunciar a pensar lo social tendremos, pues, que alejarnos tanto del ensimismamiento de la obviedad descriptiva de la práctica de la acumulación de capital, como de la huida que representa el discurso del rechazo meramente ideológico del mundo circundante. La elucubración discursiva acerca de la transformación social ha llevado, hasta cierto punto, a oscurecer el análisis de la práctica de la acumulación de capital, de sus tendencias y posibilidades, que son también y sobre todo, sus limitaciones. Pues, a fin de cuentas, es en el trasfondo de esas limitaciones donde se encuentran las posibilidades reales, prácticas, de cualquier intervención encaminada a modificar la situación social presente.
Desde luego, no hay una sola razón, ni una sola forma de aproximación a la cuestión, sino que son varios los indicadores que pueden ayudar a esclarecer el panorama social; en las páginas que siguen se pretende abordar algunos de los entresijos de las aparentes paradojas, comenzando por plantear el papel de la esfera de la representación política en las actuales condiciones de desarrollo del Capital. Y más concretamente, qué tipo de subjetividad política genera la población asalariada en una sociedad como la española, plenamente integrada en el circuito de acumulación transnacional de capital. Pues, a fin de cuentas, la pregunta nada retórica de cualquier indagación crítica en la sociedad capitalista es ¿de qué se vive?
A partir de ahí se puede comprender el quién y cómo de la articulación social de esa subjetividad, de su naturaleza, sus adhesiones y disensiones. Pues la dependencia que establece el régimen asalariado en su forma concreta -y compleja- dentro de la fase actual de desarrollo capitalista es la que marca el horizonte de la conflictividad social real; de ahí también que los diferentes modos que reviste la condición asalariada sea a la vez que un medio de garantizar unas determinadas condiciones materiales de vida, una forma de gestión de la conflictividad potencial que acompaña la relación asalariada. De ahí que, en cierto sentido, la respuesta a la pregunta de qué vives sea también una manera de responder a la cuestión acerca de los mecanismos de gobernabilidad puestos en pie por el capital y el estado.
Por otra parte, la forma específica de inserción en el régimen general de asalariado es la que permite avanzar en la hipótesis acerca de un eventual sujeto social capaz de dar expresión concreta a sus intereses y a la forma de enfrentarlos al capital; un sujeto que, en las actuales circunstancias, sólo se presenta como hipótesis teórica, como corresponde a la realidad práctica fragmentaria de la conflictividad difusa de la población asalariada en defensa de sus medios de subsistencia.
La paz social subvencionada
La integración del Estado Español en la Unión Europea en 1986 supuso por parte del PSOE, que había accedido al gobierno en 1982, la continuación de la reestructuración iniciada con el gobierno de UCD y la transformación de la estructura productiva española con amplias repercusiones en forma de paro masivo y desintegración social. A cambio de entregar el mercado español al capital transnacional, el país recibiría para compensar los desequilibrios, una parte sustancial del presupuesto europeo destinado a los nuevos estados adherentes. Los fondos europeos se convirtieron así en un instrumento de amortiguación de los impactos negativos de la integración y, sobre todo, en un instrumento de articulación social y política, a través de la distribución de puestos de trabajo, subvenciones y prebendas sufragados con el dinero europeo. Se forjaron de ese modo nuevas formas de adhesión a los aparatos políticos y sindicales y, en otros casos, se potenciaron los lazos tradicionales del clientelismo; es decir, se establecieron las bases de una articulación social que, al tiempo que contribuye a potenciar las inversiones y transfería al capital privado parte de los fondos recibidos, permitía atenuar los potenciales focos de conflictividad.
Si contemplamos la actividad generada por la riada de euros recibida por el estado español y las relaciones sociales que genera, nos hallamos, sin duda, con algunas de las claves de comprensión de la situación social. Desde luego, la mayor parte de esa masa de capital va a engrosar las arcas del capital privado, por medio de concesiones, contratos y subvenciones directas o a través de mecanismos indirectos (ayudas a I+D, exenciones fiscales y de pagos a la Seguridad Social, ayudas al fomento de empleo, etc.) que, a su vez, contribuyen a fomentar las fidelidades clientelares (en esto es paradigmático el caso del Prestige [1]). Si, por una parte, se produce una ofensiva contra lo público y la asistencia social, en general, por otra, hay que dilucidar cuál es la magnitud de las medidas sociales puestas en práctica, precisamente para paliar el deterioro social (PER, subsidio agrario, renta de inserción, subsidios a parados de larga duración, etc.), y cómo intervienen todas esas medidas a la hora de potenciar una determinada forma de precarización creciente, pero sostenible, del trabajo asalariado a través del denominado tercer sector, por ejemplo, o la generación de empleo para titulados universitarios desempleados en programas de formación, o los innumerables sistemas de becas, proyectos de promoción cultural, etc., impulsados desde todas las instancias de la administración y las entidades privadas. Todo ello comporta un fenómeno de encuadramiento social bajo formas asalariadas más o menos evidentes cuya financiación proviene en su mayor parte de las subvenciones públicas o de las exenciones fiscales en el caso de las entidades privadas. Y en ese espacio de encuadramiento social que incorpora un número nada despreciable de personas, es donde se producen las adhesiones y alineamientos políticos que caracterizan la forma actual del clientelismo.
Producción de entretenimiento y «tercer sector»
La inserción del Estado Español como país intermedio en la cadena productiva transnacional y la especialización en el terciario que le acompaña crea una base social improductiva, ligada a ciertas esferas de lo que en la crítica de la economía política se denominaría «producción de desperdicio» (la producción militar, pero también la cultural, espectáculos, ocio/turismo, formación, producción inducida por el estado o los gobiernos regionales, etc.), que experimenta sus limitaciones de intervención política precisamente en su condición deficitaria (depende de la plusvalía social producida), o bien periférica (de bajo nivel de valorización del capital).
Precisamente, el excedente que se transfiere a la producción cultural y de entretenimiento en los países capitalistas cumple una doble función en cuanto a activar el segmento de la economía improductiva (en una especie de keynesianismo tardío), por un lado y, por el otro, como forma de desactivar el potencial conflictivo que pudiera acarrear el paro masivo. Es en este contexto en el que hay que entender las políticas de subvenciones, programas asistenciales y fomento de la producción cultural en los países hegemónicos del centro capitalista; expresiones todas ellas de lo que podríamos denominar welfare [2] oculto, pues aunque la evolución reciente del capital desmonta el welfare al estilo de lo que se conocía en los años sesenta, no es menos cierto que articula otras formas de prevención y contención de la conflictividad que garanticen un relativo bienestar a la población precarizada. Además, este welfare oculto es selectivo, ya que en buena medida se accede a la condición de beneficiario por medio de relaciones personales, de participación y pertenencia, al partido gobernante en el ayuntamiento o al sindicato, por ejemplo, lo que forja vínculos clientelares, a diferencia del carácter universal, de cobertura generalizada y de acceso más abierto del sistema de welfare de los años sesenta.
El sistema de financiación de las adhesiones políticas potenciado desde las instituciones públicas y desde las entidades privadas beneficiarias de los fondos europeos, lo que no deja de ser una forma de privatización de la plusvalía social transferida al capital privado, complejiza las relaciones de clase respecto a la fase capitalista precedente. Se genera, así, una relación asalariada menos homogénea de lo que pudiera parecer en la sociedad industrial expansiva, que da origen a una amplia capa de población asalariada cuya función en el orden productivo (reproductivo) es menos crítica o se convierte, simplemente, en improductiva, mientras que, al mismo tiempo, los sectores críticos en el proceso de reproducción capitalista, que cuentan entre sus componentes con amplios sectores de la clase trabajadora tradicional (encuadrada en sindicatos), sustentan el «consenso productivo», según feliz expresión del gerente de uno de los llamados sindicatos mayoritarios. Y la construcción práctica de ese consenso, que separa los segmentos de la población asalariada que son clave en el proceso de acumulación, de quienes se encuentran en la esfera de la reproducción social, no es una cuestión sin importancia.
Dado el desarrollo del denominado tercer sector en los países capitalistas desarrollados, hay que contemplarlo en la doble dimensión de su importancia social y «productiva»; es decir, en tanto forma de encuadramiento de una determinada masa de población que «trabaja» en la esfera asistencial y la solidaridad internacional y establece una determinada relación de dependencia financiera con el Estado, las instituciones privadas del capital (fundaciones), y en tanto sector deficitario que detrae capital a la inversión directamente productiva. El denominado tercer sector es una esfera de actividad que, en un sentido restrictivo, se puede circunscribir (informe de Esade) a las ONG involucradas en las actividades de cooperación con otros países y que en el año 2000, por ejemplo, obtuvo una financiación superior a los 87.000 millones de ptas.
Ahora bien, si a ese tercer sector añadimos las actividades culturales, los servicios asistenciales en los países del centro capitalista, la producción de entretenimiento, los servicios de escaso valor añadido, nos encontramos con un indicador del agravamiento del déficit público y de gasto ineficiente para el capital (de ahí las peticiones de recortes desde las patronales), aunque también -de ahí su ambivalencia- tiene una función decisiva en el plano de la reproducción social, además de ser un medio de abaratamiento de los servicios sociales, y un elemento importante de encuadramiento de una fuerza de trabajo no aprovechable en la esfera directamente productiva.
El crecimiento del tercer sector en los países capitalistas desarrollados hay que entenderlo, pues, como un mal necesario para el Capital, y una expresión del desempleo encubierto, en la medida en que funciona como paliativo a la degradación general de las condiciones de vida de la población menos competitiva (asistencialismo) y como área de encuadramiento de una parte de la población cualificada (técnicos, gestores, animadores, etc.) que encuentran en el tercer sector una salida de subempleo más o menos precarizado.
Precisamente, porque el tercer sector es un dispositivo de atenuación de los desequilibrios sociales, se presenta como una forma problemática de financiación de la paz social pues si, por una parte, contribuye a abaratar los servicios de asistencia social y la producción de entretenimiento, además de constituir una base de fidelización de una masa de población (la directamente asistida y la «asistente», que encuentra su medio de vida en esa forma asalariada), por otra, no puede evitar aparecer como un factor de gasto social ineficiente, ya que la parte de riqueza social que se transfiera a esas actividades tendrá un impacto directo sobre la masa de capital acumulada. Eso explica las preocupaciones del capital privado por el incremento del déficit...
Mención aparte merece el voluntariado -aunque una parte del tercer sector también es trabajo voluntario, no pagado- o la recuperación de la solidaridad activa asistencial por parte del capital y el Estado, en la forma de ahorro efectivo del gasto público, mediante la aportación voluntaria y desinteresada de trabajo social no remunerado en actividades no productivas o rentables para el capital privado. Según el estudio del ATD Fourth World, a comienzos de esta década se ha evaluado entre el 8% y el 14% del PIB de diferentes países la aportación del trabajo voluntario. Aunque no contemplados en el ámbito del denominado tercer sector, pero también partícipes indirectos en éste, a través de los programas de formación y, especialmente, en razón a su propia naturaleza, están los sindicatos, así como otras instituciones de representación y gestión (asociaciones de vecinos). Los aparatos sindicales, como instituciones integradas en el sistema de representación y gestión de la fuerza de trabajo, constituyen en sí mismos un modo de empleo. ¿Cuántas personas, entre profesionales de la representación (burócratas) y empleados (administrativos), dependen económicamente de los sindicatos?, ¿cuál es el número de beneficiarios de las prebendas que generan los diferentes niveles de representación (horas sindicales) y que representan una oportunidad profesional para antiguos obreros que dejan la planta de producción para vegetar en los despachos y en el compadreo con los directivos de las empresas? ¿No se trata, por lo demás, de un sector social, cuantitativamente relevante cuyos intereses económicos y profesionales dependen directamente vinculados al Estado (subvenciones) y a la estructura de representación vinculada a la nueva organización del trabajo que, hegemonizada por el capital, se deriva de la reestructuración productiva de los años ochenta? ¿A quien puede sorprender, por tanto, el consenso productivo y el alineamiento de los sindicatos mayoritarios con el frente del orden capitalista?
Precarizados sí, pero ¿qué precarización?
Precarización es un vocablo que ha hecho fortuna en la literatura izquierdista, aunque el uso abusivo de la palabra ha llevado a un creciente oscurecimiento del concepto. ¿A qué nos referimos exactamente cuando decimos precarización? ¿Nos estamos refiriendo a las condiciones jurídicas de contratación (a su temporalidad, informalidad o inexistencia)? ¿A la reducción de los salarios de jóvenes y mujeres en las nuevas contrataciones (doble escala salarial), respecto a los salarios de los viejos/ hombres asalariados? ¿Las condiciones laborales de los jornaleros? ¿La de los inmigrantes? ¿Al subempleo? ¿La situación asociada a los empleos menos pagados?, etc. Quizás a todo ello a la vez, aunque el exceso de generalización que comporta el término precarización hace necesaria la matización y el análisis del fenómeno si queremos entender el carácter ambiguo y hasta contradictorio del término. Desde luego, se puede considerar la precarización como una tendencia del régimen asalariado encaminada a desarticular la agregación de la población trabajadora heredada del pasado, y a evitar su eventual recomposición. En este sentido, los mecanismos puestos en marcha son de todo tipo: jurídico-contractuales, técnicos (organización jerarquizada del trabajo y las tareas) y remunerativos (disgregación y discriminación salarial). Sin embargo, quedarse ahí serviría de muy poco. Por otro lado, asociar precarización a inestabilidad/dificultad a la hora de acceder a los medios y recursos para garantizar las condiciones de existencia de los individuos avanza en el terreno de la realidad existencial de la gente y, en este sentido, es el que se debería profundizar para evitar generalizaciones, así como para desentrañar los dispositivos puestos en pie desde las instituciones para paliar, e incluso recuperar, el deterioro rampante de las condiciones de vida de una parte de la población asalariada.
No es lo mismo inmigrante (con papeles/contrato) que el sin papeles, ni el inmigrante con contrato que el autóctono, ni la precarización de los jornaleros andaluces, las mujeres de baja cualificación o los hombres parados mayores de cuarenta años puede compararse con la precarización de los becarios e investigadores académicos o la precarización deseada de los profesionales de alta cualificación (informáticos, consultores, artistas y creativos). Tampoco con el/la joven que, gozando de una beca de intercambio universitario, trabaja temporalmente en el sector servicios para obtener un poco de dinero con el que complementar la beca y alargar una estancia provisional en otro país. Son esas diferencias las que marcan la línea de disgregación real de la tendencia que afecta a la población precarizada. Además, y es otra de las líneas de análisis que hay que tener en cuenta, la precarización no afecta solamente al proceso productivo, sino a todo el ámbito de la reproducción y los servicios. Y aquí entraría la estrategia de expropiación que supone la privatización o mercantilización de bienes comunes, como el agua o el territorio (espacio público privatizado) y el papel que representa la izquierda institucional consagrando el precio de tales bienes (nueva cultura del agua, por ejemplo).
Esta capacidad de generar una gran variedad de situaciones de hecho es lo que ha dado flexibilidad y versatilidad al sistema de reproducción social capitalista en su fase actual en las regiones hegemónicas euro-norteamericanas, mientras exporta las formas de agregación productiva fordista hacia los países de nueva industrialización. Y es en las contradicciones generadas en ese contexto de flexibilidad y mecanismos de contención de la precarización en las que nos movemos. Por eso constatar la tendencia a la precarización sería sólo una parte del problema si no se abordan también los paliativos o contratendencias que, como en el caso de los fondos europeos o el denominado tercer sector es necesario elucidar, precisamente para señalar sus limitaciones y, en consecuencia, unas eventuales líneas de intervención. Renovar el consenso productivo y relanzar los beneficios del capital
De los mecanismos y estrategias de financiación para garantizar la gobernabilidad y la paz social mencionados más arriba puede decirse que se trata de una especie de pacto social tácito que, al concernir fundamentalmente al terreno de la reproducción (asistencia social, producción cultural, negocio del entretenimiento, servicios personales, etc.), aparece como un factor complementario del pacto social que sustenta el consenso productivo, en la medida que actúa como contratendencia a la dinámica de deterioro social que se deriva del consenso productivo.
La aceleración del ciclo de negocio señala, igualmente, un acortamiento tendencial en el ciclo de acumulación del capital que exige una profundización en las reformas hasta ahora llevadas a cabo en el mercado de trabajo. Desde diversas instancias del Gobierno, patronal y sindicatos se invoca la necesidad de un nuevo pacto por la competitividad que garantice una cuota de acumulación para que las empresas sean «competitivas».
Otros dos aspectos cruciales de la intervención sobre el régimen asalariado son el abaratamiento de los despidos (las indemnizaciones y la agilización de los trámites) y la reducción de las cotizaciones patronales a la Seguridad Social. Una vez más el consenso productivo se puso en marcha y el secretario general de CCOO, en una intervención en la FAES, fundación del PP presidida por Aznar, manifestaba su predisposición a negociar que parte de los excedentes que acumula la Seguridad Social sirvieran para la financiación de una rebaja de las cotizaciones sociales. El abaratamiento del despido ya fue firmado por los sindicatos en 1997 (33 días por año trabajado), pero la patronal exige una nueva reducción, de acuerdo con las recomendaciones de la OCDE. Por si no hubiera bastante, el consenso productivo de patronal y sindicatos se hizo patente, una vez más, al aceptar éstos contenciones salariales en las negociaciones de los convenios a cambio de que las empresas aumenten sus inversiones en I+D+i. En resumidas cuentas, el consenso productivo, en la medida en que legitima y da cobertura práctica a las deslocalizaciones, también contribuye a precarizar las condiciones de trabajo del sector «garantizado» de la clase trabajadora (funcionariado, trabajadores sindicados, etc.) y de la que es una prueba la tendencia a la disminución del salario real (e incluso el nominal para nuevas contrataciones) que, en el plano general, se hace patente en la caída de la participación de los salarios en la renta nacional.
Desde luego, los límites de estas líneas de actuación no se encuentran en la voluntad particular de los integrantes del consenso productivo sustentado por las fuerzas gestoras del capital y la población asalariada encuadrada en los sindicatos, sino en las posibilidades de mantenimiento de ese consenso productivo frente a los intereses del resto de población trabajadora. Y ahí es donde entran en juego los paliativos de la paz social subvencionada de que se hablaba anteriormente; una paz social cuyo coste de equilibrio repercute sobre el déficit público y que se nutre de mecanismos monetarios de peligrosos efectos ocultos, como es el caso de esa bomba de relojería que es el endeudamiento privado, que alcanza al 70% del PIB (a finales de 2007 había aumentado hasta cerca del 90%). La política seguida en estos años de dinero barato para vivir del crédito (hipotecario, créditos al consumo, etc.) ha servido para ocultar y diferir en el tiempo la disminución real de los ingresos salariales y de los ahorros acumulados por la población trabajadora. Por supuesto, podría aducirse desde la economía política que los márgenes de intervención en el sentido de atajar la burbuja del endeudamiento son considerables; dicho en otras palabras, en las sociedades opulentas del centro capitalista en que vivimos, existen unos márgenes amplios de empobrecimiento de una parte de la población sin que conlleve necesariamente una convulsión social; no obstante, la cuestión es cómo apurar esos márgenes de empobrecimiento sin que haya una caída del consumo, variable fundamental del crecimiento en la economía capitalista. Claro que la respuesta no está en las categorías de la economía política sino, precisamente, en la crítica práctica de la economía política. De ahí la necesidad de prestar una especial atención a los mecanismos de contención puestos en pie por la política económica para hacer frente, precisamente, a una eventual crítica práctica de la economía política. Pues, a fin de cuentas, es en las limitaciones materiales de esas iniciativas de contención que configuran las políticas socioeconómicas de los gobiernos capitalistas donde se evidencian las líneas de fisura y, por tanto, las posibilidades reales de la intervención en un sentido transformador de las relaciones sociales.
Corsino Vela
[1] A los pocos días de la catástrofe del Prestige, con la aprobación de las primeras subvenciones, las cofradías de pescadores empezaban a desvincularse del movimiento de protesta, pues los pescadores ganaban más con el subsidio que les otorgaban los caciques gestores de los fondos públicos que saliendo a faenar.
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